de Rosella Di Paolo
Tal como Velázquez visibilizó en sus Meninas
el bastidor que sostenía su pintura, Ricardo Sumalavia (Lima, 1968) nos
entrega un cuento policial y el revés de su trama, pues, según confiesa
el autor/narrador, después de escribir el cuento “rápido, afiebrado;
como escriben los poseídos”, necesitó “saber de dónde había salido
todo”.
Esta confesión parece homenajear al
policial clásico, pues tras el “crimen” (aquí, la escritura del cuento)
nace el proceso de averiguar quién lo hizo (“whodunit”), de suerte que el autor/narrador se transforma en el detective que busca su verdad o historia personal oculta bajo el texto.
Así, al mejor estilo de Dupin o Holmes
(o Edipo, por lo de “criminal” y pesquisante), el análisis de las
fuentes de la ficción protagonizada por el ex policía Apolo, será
exhaustivo, de modo que pequeñas pero numerosas crónicas íntimas e
históricas nos llegan con otros textos (aterrorizantes las sesiones de
tortura irrumpiendo como salpicaduras de sangre).
Cada dato es contado con tal intriga, y
los cabos se atan con rigor tan persuasivo, que esta sección parece
migrar de la arbitraria realidad y alcanzar la causalidad de un
organismo literario.
En cambio, en el breve cuento donde
Apolo investiga por qué una joven fue acuchillada por su marido se
rompen o suspenden las reglas del policial clásico y negro, pues el caos
y el azar de la vida real se instalan cuando menos deberían hacerlo,
cuando el caso ha sido resuelto, de modo que los cabos que se atan -un
cuerpo, una silla- son una chanza cruel, un toque beckettiano.
Así, mientras que el escritor pone al
descubierto el misterioso mecanismo de su arte, su personaje Apolo entra
más bien al misterio de la habitación cerrada, donde de pronto se mira
“desnudo en un espejo oval”. Esta especie de “Apolo del espejo” parece
el dramático reverso de “La Venus del espejo”, de Velázquez, cuya vívida
desnudez presidía su despacho.
Y de hecho atrapan aquí los juegos
especulares entre autor, narrador, personas y personajes, así como entre
inocentes y culpables. Tal intercambio de “cuerpos” podría sugerir que
ese “mientras huya el cuerpo” -traducción libre de una frase de
Beckett-, no alude solo a la muerte, sino al también beckettiano
intercambio de identidades que apunta por igual a la empatía y al
sinsentido.
Sugerentes también las traiciones
institucionales y políticas (es el Perú de los 90), conyugales y hasta
literarias (traducciones, refundiciones) que desembocan en una febril
danza de puñales, cuyas breves pero letales incisiones en cuerpos reales
o pintados, casi siempre femeninos, nos remiten de paso a la técnica de
los relatos cortos, tan caros al autor, que resulta en un brillante
mosaico o rompecabezas.
“Todos nos hemos mojado”, dice una
personaje respecto a los sucios tiempos de dictadura, pero algo limpio o
sentimental proyecta Apolo, así que su angustiosa espera hace que lo
conectemos con el coronel sin cartas, de García Márquez, además de una
lata de cocoa/café; un dolor de tripas y un hijo muerto; atributos que
parecen claves ocultas, pues ambos comparten también contextos violentos
y corruptos que entrampan o atan de manos a la justicia.
Original y subyugante, Mientras huya el cuerpo (Casa de Cartón, 2013) es un hito en el policial latinoamericano.
Fuente: Revista Sub-Urbano.